Niña tibetana (Hiperrealismo) (Liu Yun Sheng - 1937)
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La niña alza los ojos. En ellos no hay súplica ni desafío, sino una hondura, como si el tiempo hubiese aprendido a refugiarse allí. Su pupila no refleja la luz: la absorbe, en el pensamiento. Es una mirada que no pregunta, porque ya sabe; que no acusa, porque comprende.
Desde esa mirada serena brota un paisaje entero. Hay laderas ásperas donde el viento escribe su nombre, hay rezos gastados por el roce de los labios, hay amaneceres que huelen a manteca y a humo. Todo eso vive en su mirar quieto, sostenido, casi inmóvil, como si un parpadeo pudiera desatar el mundo.
En ella no hay infancia ingenua, sino una lucidez temprana; sabe que la vida es vasta y frágil, que no siempre consuela, pero permanece. Su mirada lo acepta todo con una mansedumbre que desarma, con una serenidad que pesa más que cualquier palabra.
Ha detenido ese instante imposible: el momento exacto en que el alma asoma a los ojos sin pedir permiso. Y ahí queda la niña, mirándonos sin vernos, sosteniendo el mundo con la simple gravedad de su mirada.

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