La lluvia mojó sus ojos, pero caló fuerte en su corazón. Abrumado por la intensa tempestad pensó que tal vez merecia ese castigo divino. No porque fuera mala persona, sino porque su actitud no fue muy correcta en los últimos meses; dejó de lado sus tierras, se volvió vago y se pasaba el día borracho. Curiosamente, al despertar el día que empezó la tormenta no pudo beber más. Quiso hacerlo, lo necesitaba, el cuerpo le pedía alcohol, pero cada vez que intentó coger la botella, algo se lo impedia. Al final se dio por vencido y maldijo la bebida. Recogió toda la suciedad que dejó por las diferentes salas de su hogar y se dispuso para arar la tierra cuando la tormenta llegó. Los porticones de las ventanas golpeaban con fuerza contra las paredes; el viento silbava colándose por las grietas y rendijas que encontraba comprendió que su coraje estaba en su resistencia. Si era tenaz, tal vez la adversidad lo ayudaría a soportar el viento huracanado y la fuerte lluvia que ya era intensa. Ahora comprendía la importancia de trabajar con más gente; su carácter huraño provocó q los jornaleros lo dejasen solo y marchase de sus tierras. Ahora entre su soledad y el aullido del viento junto al replicar de la lluvia entendió la antipatía que tuvo con ellos. Ahora supo que podría llegar a ser un majime porque nunca volvería a ser el que fue. Los relámpagos cayeron cerca de la casa, dio un respingo con el sonoro trueno que precedió al relampago. Se estremeció. La tormenta estaba llegando a niveles altísimos. Llegó la noche y la lluvia no amainaba. Miró a través de la ventana la tierra ya cubierta por el agua; la luna dejaba ver un camino de luz sobre el agua, veía que las tonalidades de color que reflejaba eran hermosas. El momento de dejar atrás su autofilia llegó con la ataraxia que lo embargaba. Se convenció que después de todo no podía ser el final. Sufrió mucho cuando Ana lo dejó, pero pasado lo peor, queria ser otra vez el mejor terrateniente de la comarca. La lluvia cesó, se hizo un espumoso café para calmar sus nervios. Si la noche aguantaba el empaque de la tormenta, al amanecer ya sería solo un resquicio de ella. Se sintió un poco ridículo al tener pensamientos de cambiar. Incluso pensó que quizás no merecia una segunda oportunidad para redimirse. Pero fueron sensaciones efímeras que pronto dejó atrás. Pasaron las horas y algo dentro de si le habló; tuvo un instante de epifanía y supo al ver la luz tenue de colores rosados que anunciaba la aurora; que lo lograría. La tormenta amainó, ya sólo lloviznaba y el sol bramaba por salir. El viento fue cediendo para que el son calentarse los campos y absorviara pronto el agua que cubria todo más de 50 centímetros.
Cogió el teléfono sin pensarlo y llamó a los jornaleros para disculparse; les rogó que cuando las aguas bajasen volviesen a trabajar con él, asegurándoles que nunca volverían a ver a aquel hombre agrio y amargado. Luego llamó a María, la mujer que se encargaba de llevar la casa desde que nació. Ella se echó a llorar de emoción al oírle y percibir, que volvía a ser el joven bonachón y cariñoso que siempre fue, y le prometió que volvería pronto.
Se dijo que nunca más sería hipérbole y que primero escucharía el consejo de los demás. Hizo un rápido examen de los riesgos circunstancias y ventajas tras la tormenta, y habló entre dientes para si mismo insistiendo en que la lección de vida la superó gracias al viento y la tormenta. Desde ese día aprendió a hablar con la luna, a entender al sol y a conocer a la lluvia; le quedaba conocer la espiral de la tormenta. Por mucho que un problema pesara en su espalda, él debía aprender a solventarlo con serenidad y cordura. Dio gracias a la vida por la lección recibida y la nueva etapa que iniciaba mutuamente unos breves segundos sin intercalar palabra alguna. Y Ana tomó la iniciativa de decirle: creo que no hace falta que te pregunte cómo estás, pues salta a la vista. Él seguía estatuado, mudo. Pero di algo joder, le volvió a decir Ana. A lo que él, al fin, le contestó... Y al verla, se quedó perplejo, inmóvil, estatuado, sin saber qué hacer ni qué decir. Intentó avanzar unos pasos, pero estaba tan nervioso, tan indeciso, que Ana levantó la cabeza y se le quedó mirando fijamente unos segundos, como sorprendida de verlo ahí. Se miraron fijamente.
Poco después del amanecer, el cansancio le venció y se quedó dormido. Despertó a la hora de comer, cuando el hambre le acuciaba. Miró por la ventana y los campos seguían anegados. Tendrían que pasar varios días para que todo volviese a la normalidad y pudiese comenzar aquello que se había propuesto. De nuevo, le flaqueaban las fuerzas, deseaba ansiosamente beber unos tragos de whisky, pero un impulso le hizo coger todas las botellas que celosamente guardaba y vaciarlas en el fregadero antes de llevarlas al contenedor.
Se miró en el espejo y no le gustó el reflejo que le devolvió. Estaba muy demacrado, tenía unas ojeras muy pronunciadas y su extrema delgadez era alarmante. Se daba asco a sí mismo. Miró la despensa y estaba casi vacía, tan sólo le quedaba algo de leche y unas verduras casi enmohecidas. Así es que marchó dando un paseo al restaurante más cercano. La propietaria del establecimiento, Adela, lo conocía desde que era casi un adolescente, y quedó muy sorprendida al verle en tan lamentable estado. Hacía meses que no se pasaba por allí. Se saludaron brevemente y, cuando se disponía a sentarse en una de las mesas justo al lado de la ventana, le llamó la atención una mujer pelirroja de mediana edad que estaba al fondo del local y que leía un diario mientras tomaba una cerveza. Su rostro se desencajó al verla, era Ana.
Ana era una desconocida para él hasta que una noche la conoció en una cervecería irlandesa a través de un amigo común, esa noche estuvieron bebiendo cerveza hasta el cierre del local. Después del cierre, él le propuso a Ana tomar en su casa la última copa, ella accedió Y en casa de él, tras tomar unas copas de whisky y sonando un disco de los Beatles, estando borrachos los dos, llegaron los besos y la pasión desatada.
Después de aquello, nunca se volvieron a ver, ni siquiera se llamaron, y ahora de repente se encuentra con Ana y él, estando sereno y lúcido, duda entre saludar a Ana cordialmente e irse rápido con cualquier excusa o al contrario, sentarse con Ana y entablar una larga conversación con ella, para salir de dudas, si lo de aquella noche sólo fue producto de beber demasiado alcohol los dos.
Rumió en silencio sus dudas, acariciando su barba perfectamente recortada y finalmente con paso decidido, sorteó las mesas de la cafetería hasta llegar a la de ella.
Ana sintió su presencia y alzó la mirada.
Asombro en la de ella, sueños floreciendo en la de él, tímidas sonrisas y un te apetece tomar algo fue el principio de una larga conversación donde se pusieron al día sobre sus vidas, proyectos y recordaron las anécdotas de la noche compartida.
La risueña complicidad, descansó victoriosa sobre la espuma de aquellos cafés. Después de un par de horas, decidieron marcharse y dar un paseo por el pueblo. Las luces de las farolas iluminaron la noche y con las manos entrelazadas se sentaron en el solitario banco del parque El Barrio Lejos.
-Tengo miedo -confesó ella.
Y él, acarició sus mejillas besó su frente, sus ojos, su hoyuelo y con voz la voz cargada de emoción...
-Yo también, Ana. Tengo miedo de volverte a perder.
Sus labios se unieron en un beso abrasador, sus lenguas se buscaron ávidas de abrigo y danzaron con pasión.
-Brillo entre tus brazos -musitó él.
-He encontrado mi hogar entre los tuyos -le susurró ella.
Rebeldes, o quizás, bohemios corazones latieron al unísono y emprendieron el vuelo con el viento a favor para formar nido.
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