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BENDITA INOCENCIA
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La luna, en su fragor tenue, bañaba la plaza con una luz pálida y etérea, mientras Tomás, un joven campesino de rostro curtido por el sol, se dirigía al pueblo por primera vez. Su propósito era hablar con el doctor, un hombre venerado por sus habilidades para sanar cualquier mal. Aunque la medicina le era ajena, la desesperación de su madre, aquejada por una fiebre persistente, le había impulsado a emprender aquel viaje.
—¿Qué te trae por aquí, muchacho? —preguntó el doctor, desde su escritorio plagado de papeles dispersos.
—Mi madre está enferma. Tiene fiebre desde hace días —respondió Tomás, con la voz quebrada, incapaz de ocultar la ansiedad que lo oprimía.
El doctor lo miró fijamente, su mirada profunda y precisa.
—¿Le has dado algo? —inquirió, mientras hojeaba una libreta con gesto pensativo.
—Sí... le di unas hierbas que me recomendó Don Jacinto, el del campo de maíz. Dice que lo cura todo —respondió Tomás, apenas sin aliento.
El rostro del doctor se tornó grave, su expresión se hizo más tensa mientras se tocaba la barbilla pensativamente.
—¿Sabes qué le diste? —preguntó, su voz adquiriendo un tono más sombrío.
Tomás se encogió de hombros, desbordado por la incertidumbre.
—Unas hierbas que olían a carne podrida —empezó a balbucear, sintiendo un escalofrío recorrer su cuerpo—. Jacinto siempre ha sido hábil con esos remedios... o eso decía mi madre. ¿He hecho algo mal? —preguntó, con el pulso acelerado, su cuerpo comenzando a temblar.
El doctor suspiró con pesadumbre y se levantó, buscó algo entre los libros que desordenaban su mesa.
—Muchacho, la enfermedad más grave no es la fiebre de tu madre, sino tu ignorancia. Esas hierbas de las que hablas pueden ser veneno, no remedios. Jacinto... —se detuvo, como si evitar nombrar aquello que pensaba.
El estómago de Tomás se revolvió con fuerza. Nunca había considerado esa posibilidad. Había creído, en su simpleza, que la gente del campo tenía más sabiduría que los de la ciudad. Ahora, aquellas palabras del doctor caían sobre él como un peso insoportable.
—¿Crees que la envenené? —susurró, sintiendo que la duda lo ahogaba.
El doctor guardó silencio por un largo momento. Sus ojos, llenos de una mezcla de compasión y severidad, finalmente se posaron sobre el joven.
—La ignorancia, Tomás, no es un defecto, sino un estado. Pero cuando desconocemos nuestra propia ignorancia, se convierte en un peligro. Vamos, veremos qué se puede hacer.
Esa noche, Tomás comprendió que su mayor lección no fue la fiebre de su madre, sino la abrumadora revelación de su propia ignorancia. Esa toma de conciencia, amarga y dolorosa, quedó grabada en su mente como una huella indeleble, una marca que lo acompañaría por siempre.
Un buen ejemplo nos dejas, a veces por querer hacer un bien hacemos todo lo contrario.
ResponderEliminarEn este caso aprendió bien la lección, y gracias al doctor abrió los ojos.
Un besote, y un buen texto nos dejas.
Gracias Campirela, me alegra que te guste. Un abrazo
EliminarHola Nuria, muy buena tú historia, rescato esas palabras del doctor que la enfermedad peor no era la fiebre de la madre, sino la ignorancia del hijo, es excelente.
ResponderEliminarSiempre es un placer leerte, un abrazo.
PATRICIA F.