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jueves, 6 de octubre de 2022

La odisea de la nada



Nada queda entre tú y yo, solo el eco distante y quebrado de lo que alguna vez fue amor. Un reflejo imperfecto, que ya no nos pertenece. El amor que un día construimos, ahora yace en ruinas, como mi corazón, lleno de grietas profundas donde la desilusión se ha anidado. Ese amor, que prometía ser eterno, fue el mismo que destruyó cada rincón de mi ser. Ahora, todo lo que queda es un vacío que resuena en mi interior, una sombra de lo que una vez compartimos.

Miro al cielo y en las estrellas veo tus ojos, aquellos que fueron mi perdición. Su brillo es un recordatorio cruel de la soledad que ahora me consume. El silencio que me envuelve es pesado, una inquina que me atormenta, atrapada entre los hilos de la desidia. Las estrellas, cómplices de mi dolor, susurran tu nombre en la oscuridad, y el eco de ese susurro me llega como un grito ahogado, como un socavón profundo de frustración y amargura. Cada noche, es como si el universo mismo participara en mi agonía, recordándome que el amor que perdimos aún me persigue.

Una espina se clavó en mi alma, y la vida, implacable, me devolvió el karma. Traté de huir, de refugiarme en la batalla diaria, pero la noche, fiel testigo de mi pena, dilató tu sombra hasta envolverme, encerrándome en un laberinto de recuerdos rotos. Allí, quebrada y sola, me enfrenté a la verdad: ya no siento lástima, ni siquiera al verte a través de la niebla de la memoria. Lo que empieza, inevitablemente, acaba. Y ese final, que tanto temía, es ahora mi única certeza.

Ahora, en la madrugada, con su vestido de azul y plata, la estrella blanca hilvana la noche con el alba, como si intentara tejer un nuevo comienzo. Pero la luna, miserable y cobriza, me sonríe con la inocencia cruel de una niña que no comprende el dolor ajeno, porque perdió su reflejo, allá en el cielo, donde pocas nubes acompañan su triste festejo. En esa escena de aparente calma, veo reflejada la ironía de mis días, donde el dolor se mezcla con una esperanza que nunca termina de llegar.

Miro la vida y me veo vieja, cansada. Renqueo por los caminos del recuerdo, pero no me quejo. Las frías aguas del Ártico traen consigo el eco de tus palabras vacías, perdidas en la monotonía de tu mirada parda. Ya no me haces sonreír, porque ya no puedo sentir. Y tampoco quiero mentir: solo espero olvidar, dejar atrás este amor que se convirtió en carga, respirar de nuevo y, quizás, encontrar paz en la verdad desnuda que me rodea. A veces, esa paz parece lejana, casi inalcanzable, pero la sigo buscando, paso a paso.

Te recuerdo, sí, pero entre sueños construyo un muro de versos, una fortaleza que me proteja del pasado. La decadencia, esa metáfora cruel, se presenta en cada rincón de mi vida, expuesta sin reparo. Hoy, mientras el otoño arrecia, el viento frío trae consigo los fantasmas del pasado, que se cuelan por la puerta que nunca cerré. Y me pregunto si alguna vez podré cerrarla del todo, si podré liberarme de esos ecos que insisten en recordarme lo que ya no soy.

Soñaré en la colina polvorienta, donde el tiempo parece detenerse y, aunque débil, se queja de su propio desgaste. Allí, quizás, encuentre el olvido que tanto ansío, o al menos, la resignación que me permita seguir adelante, lejos de ti, lejos de lo que fuimos, lejos de lo que nunca seremos. Porque al final, la única verdad es que el olvido es mi última esperanza, mi última promesa de libertad.




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