Había una vez un campesino muy pobre que vivía en un escondido valle con su bondadosa esposa.
Un día subió a la cima de una montaña.
—Tengo que hablar con Dios,—dijo a su esposa —volveré después de cinco lunas.
Ella asintió con la cabeza.
El campesino en la cima, miró al cielo se puso de rodillas y rezó durante cuatro días con sus cuatro noches suplicando a Dios que lloviese para que su siembra y ganado no muriera.
Al quinto día bajó como había prometido. Con los primeros rayos del sol aparecieron las primeras nubes seguidas de un aguacero que duró treinta días. Los campos se anegaron, la cosecha se pudrió y el ganado murió ahogado.
El campesino subió de nuevo a la montaña. Entonces se puso de rodillas y suplicó a Dios para que las aguas volvieran a su cauce.
Cuando regresó a su hogar, las aguas las había absorbido la tierra. Su mujer lo miró y le dijo:
—Estoy esperando un hijo.
—¡Pero si apenas tenemos para comer nosotros! Bueno mujer, no llores. El señor proveerá.
Dios, observaba desde el cielo. El campesino había aprendido la lección.
Cuando se despertó con las primeras luces del alba, se quedó atónito. La cosecha resplandecía en el campo. El pozo estaba lleno de agua fresca. Su ganado pastaba tranquilamente y las gallinas habían puesto varios huevos. Lloró de felicidad y agradeció a Dios por darle tanto, cuando el pedía tampoco.
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