La brisa traía consigo el aroma intenso del QUESO recién hecho, como si cada fragmento de su textura encarnara las huellas del tiempo. Bajo la luz blanca de una ESTRELLA solitaria, los CASCOS del caballo golpeaban la tierra, marcando el ritmo de una CARRERA invisible. Las RIENDAS, tensas en las manos del jinete, guiaban a la bestia por el hermoso valle de Arzúa, donde la leche es como el oro comestible. A lo lejos, en la colina, la silueta de un hombre se recortaba contra el cielo, sus ojos fijos en el rebaño y su labor. Era el PASTOR, guardián silencioso del campo y del queso.
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