La vida, pesaba sobre mi espalda como una enorme roca que no alcanza la cumbre de la gran montaña del monte Sinaí. Ausente, no escuchaba tu voz, perdido en la lejanía de las calles vacías. Distante, me regocijaba en el arrullo efímero que causa el vuelo de las mariposas y el humo de las chimeneas.
Te recuerdo con dolor, como si hubieras muerto, pero fue tu silencio quien confirmó lo que más temía. Eres como una estrella en algún recoveco del infinito cosmos. La luna, con su precioso encanto, fue testigo mudo, que presenció el comienzo de mi viaje hacia un lugar desconocido, hasta donde mis pies me llevaron, destrozados por la tierra y el calor.
Una larga distancia llevaba en mi cuerpo sudoroso. Agotado, anduve por senderos cuya temperatura ascendía a más de 45°, pero la terrible humedad lo superaba con creces. Poco a poco creí haberte olvidado. Apagué el fuego y dejé las cenizas que intentaban llevarme por veredas portuarias para navegar hacia ti y percibir tu perfume. Caminé por orillas de playas, riberas de ríos y crucé riachuelos en la oscuridad.
Hoy, llega el largo invierno y las hojas cobrizas junto al frío gélido son difíciles de soportar. Cansado, las arrugas de mi piel muestran el recorrido doloroso que pesa en mi cuerpo. Y después de todo este tiempo y de haber intentado no pensar en tu rostro; descubro que sigues en mi mente, en esta fría noche que las estrellas brillan y la luna llena sonríe tristona; y ahora, justo ahora, no deseo continuar caminando.
Observo desde la cima de las montañas las luces del pueblo que se ilumina ante mí; buscaré un rincón o establo, donde pueda terminar en paz esta vida incauta que destrozó mi corazón y quemó mi alma. Solo queda irme en silencio y esperar que la guadaña de la muerte no tarde demasiado.
Una vida de silencios no puede irse más que en silencio.
ResponderEliminarSaludos,
J.
Totalmente de acuerdo. Cada uno decide cómo vivirla. Gracias José por tu visita y comentario. Un abrazo
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