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La noche tropezaba sobre el camposanto como un ungüento opaco cuando el sepulturero salió de su caseta, aún en pijama. Había oído un golpecito seco, proveniente del panteón más viejo.
Caminó con paso sigiloso; su linterna temblaba como una luciérnaga asmática. Al acercarse, vio que una de las lápidas exhibía una fisura reciente, una grieta zigzagueante que parecía escrita por una mano nerviosa.
—No es momento para despertares excéntricos —murmuró, ajustándose la bata.
—¿Excéntrico yo? —respondió una voz cavernosa debajo de la piedra.
Miraldo dio un respingo; casi deja caer la linterna.
—¿Quién habla? ¡Manifiéstate!
—Soy el habitante de esta bóveda, y he escuchado cierto trajín que altera mi descanso, espero que seas competente.
—¿Competente? Estoy en pijama, —rezongó el sepulturero.
—La indumentaria no hace al mono. Dime, ¿por qué vibra mi sepulcro como si un topo gigantón hubiera decidido practicar gimnasia rítmica?
Miraldo examinó el suelo. La tierra respiraba, elevándose y descendiendo con ritmo anómalo.
—Esto no es obra de topos. Es una sismicidad sigilosa. Un fenómeno raro. El subsuelo se expande y contrae como si soñara con cataclismos.
—Es inquietante. ¿Puedes hacer algo?
Miraldo abrió un pequeño frasco de polvo ocre y lo esparció sobre la grieta. El aire vibró con un zumbido tenue. La tierra cesó su vaivén, como un gigante al que por fin le arrullan los párpados.
—Listo —dijo el sepulturero—. Tu morada no seguirá bailando.
—Perfecto —respondió la voz, ya desvaneciéndose—. Y… abróchate la bata. La noche mira.
Miraldo se sonrojó, recogió su linterna y regresó a su caseta. Mientras cerraba la puerta, pensó que, a veces, la labor nocturna exige más valor que cualquier epopeya diurna, incluso cuando uno lleva pijama.



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