Al borde del acantilado, una mujer miraba el horizonte. El viento era intenso, su silueta se podía apreciar a través de la luz de la luna. Sus ropas y cabellos oscilaban con cada ráfaga de aire, pero ella absorta en sus pensamientos seguía mirando, esperando, sin que le importara la humedad de los riscos.
Sé sentó sobre las rocas. Una pequeña luz asomó en el horizonte; al principio lejos, sin embargo, a medida que se fue aproximando pudo vio la barcaza acercándose a la playa.
Cuando estaba lo suficientemente cerca de la orilla, se levantó y bajó rápida a la playa. Su amado se lanzó al agua y recorrió los pocos metros que les separaban nadando.
Cuando llegó junto a ella, no hizo falta decir nada, sus labios hablaron al fusionarse. Se tumbaron en la arena abrazados anulando el jocoso pensamiento de que solo disponían de unas horas para amarse en la oscuridad de la noche, amparados en la soledad de la playa; ocultos como delincuentes por ser de familias de distinto rango social. Mario miró a Sara.
—Amor mío. Que oscura galería me espera, que cadena, que grilletes cada vez que regreso a mi hogar sin ti.
—No, no digas nada por favor. Cada vez soporto menos los días, las horas que estoy sin ti, mi amor. Cuando pierdo de vista tu barca, mi corazón se encoje.
—Es un tormento que llevo con resignación Sara, te amo.
Mario le cogió las manos y acarició su rostro; tuvo que ser fuerte para no mostrar las lágrimas que intentaban aflorar.
—Pronto no habrá secreto, ni laberinto entre nosotros, te lo prometo.
Sara siguió abrazada a él. No le importaba, tenían hasta el amanecer para amarse, para abrazarse sin condiciones, su amor era lo único que importante. El tiempo pasó muy rápido y despertó el amanecer, debían despedirse y hasta la semana siguiente.
Él la miró, la besó, la abrazó con intensidad y le hizo una promesa:
—Pronto, muy pronto amor mío, estaremos juntos para siempre.
Ella sonrió, y se despidió de él con una sonrisa en el rostro. Sin embargo, en cuanto perdió de vista la barcaza las lágrimas recorrieron sus mejillas.
A la semana siguiente Sara volvió al acantilado y aguardó paciente el regreso de su Mario, pero este no apareció. Sara siguió acudiendo a su cita, semana tras semana, sin saber que su amado había fallecido en un accidente cuando regresaba de su anterior cita. El mar se lo había llevado para siempre. No obstante, ella continuó esperándole hasta el fin de sus días.
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