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martes, 12 de enero de 2021

Después de la noche Amanece de nuevo


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DESPUÉS DE LA NOCHE AMANECE DE NUEVO


Rememoro con nitidez el día en que se nos comunicó que mi esposo había dado positivo en la prueba del COVID-19. De un brinco súbito se despegó del sofá y, sin mediar palabra, se confinó en el aposento, rehusando todo contacto cercano. Al segundo día, la fiebre, la tos bronca y el punzante malestar torácico se intensificaron de forma preocupante. Los galenos y las enfermeras que acudían al domicilio se mostraban solícitos y trataban a mi consorte con entrañable ternura, insuflándole aliento para que no se sumiera en la desesperanza.

Una noche escuché un estrépito seco, y de inmediato me precipité hacia la estancia donde Alfonso se hallaba autoexiliado. Lo encontré yacente en el suelo. Presa de histeria, imploré socorro a los servicios de urgencia; en un abrir y cerrar de ojos, se presentaron ataviados con indumentaria integral de protección. Yo, sobrecogida, con las manos cubriéndome el rostro, sollozaba presa del pánico. Transcurrida media hora, el médico emergió por fin: se trataba apenas de un vahído, consecuencia de su extrema debilidad. Le prescribieron hierro y le exhortaron a alimentarse mejor, pues el virus, en principio, no se manifestaba de modo severo.

Antes de marcharse, dejaron todo el instrumental empleado debidamente embolsado, indicándome su correcta disposición. Permanecí unos instantes absorta, contemplando la bolsa. La abrí, y en su interior hallé un traje de aislamiento. Sin pensarlo demasiado, lo extraje, lo lavé minuciosamente con lejía en estado puro y lo tendí al aire en la terraza para que secara.

Al amanecer, me enfundé el traje, me calcé los guantes, y me adentré en el cuarto, completamente resguardada, para llevarle el desayuno a Alfonso. Se quedó pasmado al verme, pero su rostro se iluminó con una sonrisa. Una vez ingerido el café y una rebanada de pan reblandecida, llegó el mediodía, devoró el plato de comida acompañado de una compota de pera. Entonces instalé un pequeño televisor que tenía en la cocina, conectándolo con una larga extensión desde el salón hasta el tocador. Desde entonces, compartí con él las jornadas, procurándole ánimo y compañía. Por las noches, lavaba con esmero el traje, y al clarear el día volvía a vestirme con aquel atuendo. Pese al calor sofocante, no me importaba en absoluto.

Gradualmente, Alfonso fue reponiéndose. Casi sin advertirlo, habían transcurrido dos lunas, y su salud se hallaba prácticamente restituida. Le practicaron sendas pruebas PCR en el lapso de una semana, y por fin le fue otorgada el alta médica.

Desde ese momento, cada salida al exterior se realiza con mascarilla y solución hidroalcohólica; desinfectamos nuestras manos con diligencia tras cada contacto, y al acudir al mercado nos protegemos con guantes, que descartamos en los recipientes adecuados.

El cuerpo médico y asistencial se mostró siempre afable y atento, velando por nuestro bienestar. Si algo rescato como enseñanza, es que en circunstancias límite se extraen energías insospechadas, y uno se vuelca en cuerpo y alma para salvaguardar a quien ama. No puedo sino imaginar el titánico esfuerzo que asumen los profesionales de la sanidad, tanto hospitalaria como domiciliaria. Mi gratitud hacia ellos será perenne.









Recuerdo el día que llamaron para decir que mi marido era positivo en COVID-19. El dio un bote del sofá y se aisló en la habitación negándose a que me acercase. Al segundo día la fiebre, la tos y el dolor de pecho fue en aumento. El médico y las enfermeras que pasaban por casa eran muy atentos y trataban a mi esposo con mucho cariño dándole ánimos para que no hundirse. Una noche oí un fuerte golpe, y corrí a la habitación donde Alfonso se reclutó. Estaba en el suelo. Llamé a urgencias médicas histérica; ni cinco minutos tardaron en llegar equipados de arriba a abajo. Yo nerviosa, con ambas manos en la boca lloraba asustada. Al cabo de media hora el médico salió por fin, solo había sido un mareo a causa de lo débil que se encontraba. Le mandaron hierro y que intentase comer más, que en principio el virus no estaba atacando de forma grave. Al marchar dejaron todo lo que usaron en una bolsa para que lo tirase. Me quedé unos minutos absorta mirando la bolsa. La abrí y vi un traje aislante dentro. No lo pensé; lo saque, lo lave muy bien con lejía pura y lo dejé secar en la terraza. Por la mañana, me puse el traje, los guantes y entré en la habitación completamente protegida para dar el desayuno a Alfonso. Se quedó helado al verme pero luego sonrió. Se tomó el café y una tostada blanda, pero a la hora de comer se comió el plato de comida y una compota de pera. Cogí el televisor pequeño de la cocina y lo puse en el tocador con un gran alargo desde la tele del salón. A partir de ese momento pasaba los días con él animándolo. Por la noche lavaba de nuevo el traje con mucho cuidado y a la mañana siguiente me lo enfundada otra vez. Pasé bastante calor, pero no me importó. Poco a poco Alfonso fue mejorando, casi sin darnos cuenta habían pasado 2 meses y Alfonso estaba casi curado. Le hicieron el PCR dos veces en una semana y por fin le dieron el alta. Ahora, cada vez que salimos lo hacemos con mascarilla y alcohol hidrolizado; todo aquello que tocamos nos desinfectamos las manos enseguida y si vamos al súper para evitar riesgos nos ponemos guantes que luego tiramos en las papeleras correspondientes. Tanto el equipo médico, como el sanitario fueron cariñosos y estuvieron pendientes de nosotros. Lo positivo de mi historia es que sacas fuerzas de flaqueza y haces todo lo que está en tu mano para ayudar a tu ser querido, imagino el trabajo tan duro que sufren los servicios hospitalarios y domiciliarios. Siempre estaré agradecida por su trabajo.

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