Salió por fin del cabildo y miró un instante
aquellas mujeres que tejían cobijadas del calor bajo la sombra del porche de sus
casas sin prestarle la más mínimo atención, guardaba celosamente su secreto:
las primeras letras de su nuevo cuento, intrigante y escueto; envuelto en una trama
tenebrosa. Se creía un privilegiado, pero se encontró con un inconveniente
difícil de solucionar; los habitantes de aquél pueblo, cubierto de mimbres y
mantillas, ignoraban el placer de la lectura. Se encaminó hacia el centro del municipio
a paso lento y acompasado sintiendo que decenas de ojos se posaban en él. —Sólo
ante el peligro—murmuró entre dientes. De repente, un olor nauseabundo invadió
el ambiente provocándole nauseas y el chillido de un puerco le soliviantó. Giró
sobre sí mismo sin tiempo de reacción, justo en el momento en que el peso de la
guadaña caía sobre Hemingway golpeándole con violencia mientras
varios habitantes gritaban:
—Muere erudito, muere.
Su cabeza rodó apenas unos metros. Fue su último viaje, sus últimos pasos, su último cuento jamás contado. Hemingway nunca pudo imaginar que terminaría de aquella brutal manera en manos de seres analfabetos que veían al ilustre como si fuera el mismísimo demonio.
Su cabeza rodó apenas unos metros. Fue su último viaje, sus últimos pasos, su último cuento jamás contado. Hemingway nunca pudo imaginar que terminaría de aquella brutal manera en manos de seres analfabetos que veían al ilustre como si fuera el mismísimo demonio.
© Nuria de Espinosa
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