La
noche era tan negra que no podía ver más allá del cristal de la ventana. La luz
roja de una pequeña lámpara que colgaba de la pared de su aposento, reflejaba el olor de aquella presencia.
El miedo
se hundía dentro de ella como un punzón en una maceta. Sin público que observara
los gritos de terror, sólo el eco de su voz la acompañaba, en un cuadro
marmóreo de púas agotadas por el sufrimiento; tan crueles, como una codorniz
momificada sobre una fría losa de mármol cuyo nombre intentaba no pensar. Luchó
por liberarse de aquel monstruo que intentaba profanarla sin conseguirlo. Logró
darle una patada en los huevos. El aullido de dolor la avisó de que era el
momento perfecto y tras hacer acopio de fuerzas, asió un jarrón de la mesa y le
asestó un fuerte golpe en la cabeza. El salón y sus manos quedaron llenos de sangre. Ella observó el cuerpo inerte que yacía sobre la cama … sonrió.
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